Por Gabriela Urrutibehety
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El Lector que escribe un diario, como tantos otros, lee con un lápiz a mano. Un lápiz negro, escolar, de preferencia con punta suave y redondeada y una gomita blanca en el otro extremo. En sus tiempos de estudiante solía utilizar lapiceras, incluso de colores distintos para establecer “jerarquías de conceptos”, como algún profesor le había enseñado.
No le gustan esos libros así subrayados, con su sistema de castas establecido aquella vez y para siempre. La página 77 de la Introducción a la filosofía de Carpio dice, con línea azul trazada con regla que “el arte de Sócrates consiste no en proporcionar él mismo conocimientos”, pero resalta con rojo “sino en ayudar el alma de los interrogados a dar a luz los conocimientos de que están grávidas”.
Recupera la lógica de alumno: qué no puedo dejar de decir en la mesa de examen. Pero tal vez, piensa el lector, por qué no hacer una lectura inversa, por qué no centrar la atención en la construcción de un arte sobre la negación del yo mismo, un arte del suicidio perpetuo. No una idea para el profesor de Lógica y Filosofía; con suerte, tal vez, para el de Literatura.
Por eso ya no raya con regla ni con lapicera, porque el trazo negro del lápiz le permite recorrer la hoja impresa sin disonancias, como si esa huella de la lectura fuera parte de la escritura. Por eso gusta de la línea negativamente recta que denuncia la lectura acostado o en el ómnibus. O el ida y vuelta de un trazo entusiasta que se niega a dejar de leer un mismo fragmento.
El lápiz es amable con el papel: se desliza amorosamente, envolviendo las letras y las palabras que agradan, conmueven, sorprenden, hacen dudar o provocan furia.
El lápiz se apropia de los márgenes y vuelve a copiar una frase que la memoria pretende pelearle al tiempo, con muchas chances de perder la apuesta pero con la esperanza de que en algún momento pueda resucitar como cita por el mero hecho de haber sido reduplicada en el espacio en blanco.
El lápiz blando permite dibujar, firuletear, trazar líneas de vinculación, proponer una cartografía anómala dentro del libro que derive hacia la página 328 o a esa línea marcada “leer aquí”: el lector pelea contra la segura posibilidad de perderse olvidando, dejando miguitas en un bosque lleno de pájaros muertos de hambre.
El lápiz es voraz, se apropia de las páginas en blanco del inicio y el final y anota ideas junto con un número de teléfono o una dirección: todo cabe en la lectura y el celular del plomero podrá hacer sentido -¿cuándo? ¿cómo? ¿para qué?- en las falsas portadas de un libro de poesía.
El lector que escribe un diario teme olvidar y descansa en su lápiz. Un lápiz que, sospecha, se está tomando demasiadas atribuciones.